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Sobretostado

Lucas Isakowitz / 16 min de lectura / Mountain Bike

Un grupo de ciclistas de montaña desciende entre los cafetales de Colombia y explora el impacto del cambio climático sobre uno de los brebajes más amados del mundo y la vida de quienes dependen de él.

Fotografías por Sofía Jaramillo

Espera, no leas este artículo todavía. Antes, prepárate una taza de café. Prepáralo como más te guste. Negro, con azúcar, leche o panela. Piensa de dónde viene ese grano: de un arbusto del porte de un refrigerador, con hojas verdes y frutos ovalados del tamaño de una canica que se van poniendo rojos a medida que maduran. Imagina las manos por las que pasa: en el campo, en la planta de procesamiento, en el horno. Respira profundo y luego toma un sorbo.

Ahora sí, comencemos.

Estamos atrasados, pero don Ramiro Ceballos de todos modos nos saluda con una amplia sonrisa mientras nos vamos sentando en unas sillas plásticas acomodadas alrededor de una mesa. “¡Pasen, pasen!” nos dice, y apunta hacia una jarra de agua dulce. “Les tenemos aguapanela con limón y pasteles.”

Nuestras bicicletas están apoyadas en un muro blanco en la casa de Ramiro en Manizales, Colombia. Están cubiertas de barro, como una banda de cansados caballos mecánicos. Acabamos de pedalear (o en mi caso rebotar) por un sendero conocido como La Garrucha, que claramente no es un sendero de mountain bike. Es un camino que usan los recolectores de café, a veces a caballo, para subir la montaña. Es angosto, empinado, demarcado y rodeado por todos los flancos por una espesa selva verde.

Luego de que nos acomodamos, Ramiro señala las hileras de arbustos que se elevan hasta la altura de una cabeza afuera de la ventana. “Llegamos aquí hace 20 años porque la tierra es tan sana, tan productiva”, nos cuenta, refiriéndose a su modesta propiedad de tres hectáreas que se extiende sobre la empinada colina. Sin embargo, esta temporada ha sido difícil, porque mucha lluvia ha traído más plagas y plantas podridas, lo que hace difícil programar la cosecha. “No hay mucho que podamos hacer cuando se trata del mal tiempo, excepto pedirle al Señor que cierre un poco la llave”.

Las palmas de cera del Quindío se levantan sobre la empinada colina y en las fincas a las afueras de Manizales. Este árbol, que puede llegar a medir hasta 61 metros de alto y es el árbol nacional de Colombia, es la variedad de palma más alta del mundo y solo una de las muchas especies únicas que crecen en el precipitado desnivel de la selva alta de la región.

Ramiro es uno de los más de 500.000 propietarios de pequeños cafetales en Colombia. Conocidos como cafeteros, juntos cultivan cerca del diez por ciento del café en el mundo. Por casi 200 años, el café ha sido sinónimo de trabajo, escuelas, caminos, seguridad y orgullo para la gente de esta región. Ahora, un clima más caluroso y húmedo está amenazando el delicado balance de sol y lluvia que necesitan las plantas de café para crecer, poniendo en riesgo a los cafeteros de Colombia.

El café es lo que nos trajo a nosotros cinco a Colombia. Nuestro equipo está conformado por la fotógrafa Sofía Jaramillo, la científica convertida en atleta Emilé Zynobia, el snowboarder y emprendedor en el mundo del café Alex Yoder, el cineasta Jr Rodriguez y yo. Inspirados en las profundas raíces de Sofía en el comercio de café, decidimos usar mountain bikes para explorar una de las industrias que definen Colombia, descendiendo desde el terreno alpino de los Andes hasta las empinadas y verdes colinas de la región cafetalera entre caminos de tierra y singletracks. Terminamos en Maracaibo, en el rancho ganadero de la familia de Sofía, y en el camino conversamos con productores como Ramiro y aprendimos sobre el impacto que ha tenido el cambio climático en la forma de vida de la región.

“Otras provincias tenían cocaína”, nos dijo hace unos días don Jaime Eduardo Gutiérrez, un cafetero de Manizales. “Pero no nosotros. Nosotros estamos orgullosos de ganarnos la vida cultivando café”.

Luego de solo un sorbo, podemos decir que el café de Ramiro es bueno, tanto así, que Alex, dueño de Overview Coffee, le pidió comprar un kilo de granos sin tostar para llevarse a Estados Unidos. Ramiro está desmoralizado. No tiene granos sin tostar en este momento, pero nos dice que tratará de conseguirnos un saco antes de que nos vayamos.

Sin embargo, el hijo de Ramiro, de solo 10 años, nos ofrece una alternativa, “¡también vendemos cuyes!”, nos dice con una vocecita de pájaro mientras aparece de repente por detrás de la puerta. “¿Quieren comprar uno?”

Tradicionalmente, los cafeteros en Colombia cosechan sus cultivos dos veces al año, pero los erráticos patrones de lluvia han forzado a algunos a cultivar durante todo el año, sacando los granos a medida que maduran. Esto significa que una misma planta puede tener una mezcla de granos verdes y rojos al mismo tiempo. Pedro Nicolás Valencia García hace una cosecha colorida en la Finca Portugal, un cafetal a las afueras de Manizales.

Nuestro camino hacia la finca de Ramiro comenzó unos días antes por un camino de tierra a unos 3.962 metros sobre el nivel del mar. A la cabeza, la descendiente de la realeza cafetera. La familia de Sofía ha estado relacionada con el café colombiano desde los inicios de la industria. Uno de sus tatarabuelos, Antonio Pinzón, es reconocido por ser quien comenzó con la primera granja para el cultivo del café en la región de Caldas en 1878. Su hijo, Carlos, conocido como “el Rey del Café”, es famoso por haber hecho que la industria del café colombiano fuera famosa en todo el mundo. Un bisabuelo de Sofía, Pedro Uribe Mejía, contribuyó a iniciar la Federación Nacional de Cafeteros de Colombia, una organización sin fines de lucro de ya 95 años que promueve la producción del café, entre otros servicios, tanto dentro como fuera del país. Con el reciente fallecimiento de su abuela, Sofía siente que ya es hora de recorrer sus raíces.

Aunque no tan antiguo como el café, nuestro medio de transporte también está profundamente arraigado en la cultura colombiana. El ciclismo es uno de los deportes más populares en el país y la abundancia de caminos empinados y extenuantes en altura han sido cuna de ciclistas de calidad mundial durante décadas, incluyendo al ganador del Tour de France 2019, Egan Bernal, uno de los ciclistas más jóvenes en ganar el título en la historia de la carrera. La gran red de caminos de grava y senderos de agricultura que unen el Triángulo del Café, algunos de los cuales trepan los Andes, han hecho también que este sea un destino cada vez más popular para tours en bicicleta y más recientemente para el mountain bike.

Fue esta combinación de bicicletas y café la que nos trajo hasta la dura región del páramo andino, en la parte más alta de la zona cafetera de Colombia.

“Aquí es donde todo comienza”, nos explica Juan Diego Giraldo Gómez, nuestro guía para este recorrido. “El suelo volcánico del páramo es lo que permite que los terrenos cafeteros más abajo sean tan fructíferos”.

Alex Yoder, Lucas Isakowitz y Emilé (de izquierda a derecha) pedalean junto a una caída de agua justo fuera del Parque Nacional Los Nevados. Este parque de 5.666 hectáreas resguarda algunos de los picos más altos de Los Andes colombianos y es hogar de tres de los seis glaciares que quedan en el país, de numerosos humedales y bosques en altura y de una variedad de ecosistemas de páramo, todo ello fuente de agua vital para los cafetales, pueblos y ciudades más abajo.

El páramo es un ecosistema tipo ciénaga a gran altura, que solo se encuentra en la cordillera de Los Andes de algunos países sudamericanos. Aquí la vegetación cumple el papel de una esponja gigante que retiene agua lluvia y hielo derretido en el suelo y que la libera lenta y constantemente a través de las temporadas tanto de lluvias como seca. Esto hace del páramo una gran reserva que proporciona agua para millones de colombianos (sobre el 70% de la población del país).

Además, el páramo tiene una gran biodiversidad, más del 80 por ciento de las plantas son endémicas, y es considerado el ecosistema que evoluciona más rápido en el mundo. A medida que rodamos por este sistema empapado, por caminos de tierra y grava que serpentean por la montaña, pasamos por los matorrales de una de las especies que florece en el páramo glacial en los suelos volcánicos: el frailejón. Esta es una planta gruesa e imponente con un tronco grueso lleno de agua y verdes hojas suculentas en cuyas cabezas florecen flores lanosas.

A pesar de su apariencia espinosa, los frailejones en realidad pertenecen a la misma familia de plantas que las maravillas y las margaritas, y despliegan muchas flores amarillas, rojas o blancas durante casi todo el verano. Crecen solo en los páramos andinos y crean un paisaje de otro mundo, según Lucas (izquierda) y Alex (derecha).

Pronto dejamos atrás los frailejones e ingresamos a la selva, pedaleamos bajo un techo de hojas tan grandes como para envolver a un ciclista como si fuera un burrito. Los colibríes revolotean por los aires, son azules, anaranjados, verdes y cafés, tan pequeños como una ciruela y otros tan grandes como un pomelo. El páramo y la selva que lo rodea son un punto de gran biodiversidad dentro de un país que ya es considerado como poseedor de las áreas más biodiversas del mundo. Más de 56.000 especies de plantas y animales, incluyendo más de 1.800 especies de aves, viven en Colombia y son cerca del diez por ciento de la biodiversidad del planeta. El páramo, con su suelo rico en carbono, sirve también como un contenedor para el cambio climático.

Sin embargo, estos ecosistemas están cada vez bajo mayor riesgo. La ganadería está reemplazando los sistemas naturales a toda altura de terreno, incluyendo los páramos y el —alguna vez— extenso bosque montañoso de imponentes palmas de cera del Quindío. El oro, el carbón y otros minerales están atrayendo a las compañías mineras hasta los páramos. Y las temperaturas, que se elevan en todo el mundo, suben más de lo que incluso este ecosistema tan rico y resiliente puede soportar.

Alex, Emilé y Lucas (de izquierda a derecha) pasan por los resabios de un alud en un camino a las afueras de Manizales. Tales deslizamientos se están volviendo cada vez más comunes entre los caminos de tierra de la región, a medida que el cambio climático se intensifica, tormentas cada vez más extremas saturan de agua las laderas empinadas.

El cambio climático también está modificando los patrones climáticos del país. Las tormentas están aumentando su intensidad y frecuencia, al igual que las sequías. Vimos el impacto que demasiada agua puede tener en las laderas a medida que descendíamos, donde un alud gigante se llevó un trozo de montaña y dejó rocas del porte de un auto en la mitad del camino. Juan, nuestro guía, nos cuenta que este año ha llovido el doble de lo normal en la provincia de Caldas. Solo unos días después, un cafetero nos cuenta que la cosecha se hace durante todo el año en vez de dos veces al año. Los periodos secos y de lluvia están tan desordenados, que los granos están madurando en cualquier momento.

La mayoría de los senderos en Manizales fueron hechos por trabajadores que se movilizaban entre las plantaciones bananeras y los cafetales. Ahora, mountain bikers como Emilé suelen encontrar difícil pedalear estos caminos angostos y cubiertos de hojas… o, en algunos casos, incluso espantoso.

Nada de esto parece molestarle a la pequeña niña con la que nos topamos en el siguiente pueblo, quien miró a Sofía y a Emilé con ojos de asombro. “¡Mira, mira!”, gritó, “¡Esas niñas van con bicis grandes!”. Su amiguita se acercó a observar el paso de Sofía y Emilé, ambas sonreían emocionadas, hasta que un perro apareció detrás de una reja, ladrando y tirando tarascones a nuestros tobillos.

Luego de descender 2.438 metros, finalmente llegábamos al corazón de la región cafetera.

Emilé (a la delantera), Simón Arias Lasso (en el medio) y el autor (al final) salen a un camino de tierra ancho luego de pedalear a través de un barrio justo a las afueras de Manizales. Simón es el cofundador de Trail Hunters, una compañía de turismo en Manizales, y nos acompañó como segundo guía en la parte más baja de la zona cafetera de Colombia.

Jeferson Gonzáles pasa sus días en guerra contra un bicho del porte de un alfiler: el gorgojo del café (Hypothenemus hampei) es una especie invasiva que llegó a Colombia a finales de la década de 1980. Este trabajador venezolano de 22 años trabaja en la Hacienda Venecia, una finca productora de café de alrededor de 162 hectáreas y, una planta a la vez, corta con un cuchillo algunos frutos para ver si se han infectado.

“Mira, aquí hay uno”, nos dice, mientras nos muestra un fruto podrido y saca una manchita negra. Esta información le ayuda a la Hacienda Venecia a decidir dónde y cuándo fumigar con pesticidas, el método más usado por los productores convencionales para controlar el gorgojo del café.

Jeferson Gonzales emigró a Colombia desde Venezuela en 2018, y ahora pasa sus días revisando las plantas de café en búsqueda del invasivo gorgojo del café. Este joven gana aquí en un día lo que ganaría en dos semanas de trabajo en Venezuela y envía la mayor parte de su sueldo a su familia. “Quiero ver a mis papás, a mis hermanos y hermana, pero si me voy a Venezuela, ¿quién los va a ayudar? Soy el hijo mayor, así que tengo que ayudar”.

Jeferson nos habla sobre cultivar plantas sanas de café con tal fluidez, que uno ni se imagina lo nuevo que es en el cultivo del café. Él y su esposa emigraron a Colombia desde Venezuela en 2018, y dejaron atrás padres, madres, hermanos y hermanas menores. Jeferson trabaja en esta hacienda desde que llegó al país.

“En Venezuela tomamos café, pero yo no sabía nada sobre el cultivo de la planta y ser cafetero”, nos cuenta, “ahora, después de cuatro años aquí, el café se ha convertido en una gran parte de mi vida”.

El empleo es quizás la mayor contribución de café a la región. Cerca de 500.000 campesinos colombianos viven del cultivo del café y el 95% de los cafetales colombianos tiene menos de 5 hectáreas. Si pensamos además en los transportistas, tostadores, vendedores y exportadores de café y todas las personas que se benefician de este cultivo, ese porcentaje es aún mayor. La Hacienda Venecia emplea a 50 personas durante el año para cuidar las plantas y a 400 personas durante la época de cosecha.

“El café significa muchísimo trabajo”, dice Pedro Nicolás Valencia García, un recolector de café con el que conversamos en una finca cercana, “el café les da a los campesinos la posibilidad de vivir de la recolección de café”.

En este contexto, la batalla de Jeferson contra el gorgojo del café es sumamente importante. Este insecto diminuto es considerado la plaga más dañina en la mayoría de los países productores de café. Se alimenta exclusivamente de granos de café y, si no se lo tiene bajo control, puede hacer desaparecer el cultivo de una región completa.

Se estima que la situación empeorará debido al cambio climático. A medida que las temperaturas suben, el hábitat del bicho se extiende hacia las alturas. El café solía crecer en cualquier parte sobre los 884 metros, pero como el calor y las plagas han ido moviéndose a terrenos más altos, es difícil encontrar cultivos bajo los 1097 metros. Un estudio sugiere que, con un aumento de casi 1°C, los productores tendrán que subir 168 metros para mantener la productividad y calidad actual. La lenta migración hacia tierras más altas puede dejar atrás algunos cafetales y productores.

El primer día de nuestro viaje, don Jaime Eduardo Gutiérrez nos comenta que “Los cafeteros con los que realmente quieres conversar, ya no están”, y nos explica cómo las producciones en terrenos más bajos han abandonado el café.

De todos modos, la abundancia de alturas y suelos volcánicos significa que Colombia seguirá produciendo café, incluso en un mundo más caluroso. Eso, si los cafeteros pueden, de alguna manera, prepararse contra los cambios que vienen y todavía pueden vivir de su producción dentro de una industria más complicada.

Para don Ramiro Ceballos, el cambio climático es una amenaza que también acecha su bolsillo. Su granja produce cerca de 748 kilos de café al año, lo que, dependiendo del precio de venta del café, genera entre $2.000 y $3.000 USD. “Me preocupa que llueva demasiado, pero más me preocupa encontrar buenas manos para trabajar la tierra, buenos trabajadores y, por supuesto, el precio del café”, nos comentó cuando visitamos sus terrenos, “a fin de cuentas, el café para nosotros es trabajo y dinero”.

Manizales es la capital del Departamento de Caldas y, por ello, está ubicada en el corazón de la región cafetera de Colombia, una bulliciosa ciudad de unas 430.000 personas, rodeada de granjas empinadas, una selva espesa y un sistema de senderos cada vez más conocido. Fotografía: Sofía Jaramillo

Algunas décadas atrás, un puñado de ambiciosos ciclistas se dieron cuenta de que las laderas empinadas que rodean Manizales, tan ideales para cultivar café, plátano y palta (aguacate), podrían también serlo para el mountain bike: de hecho, tan ideales son estos caminos, que los senderos cercanos y las rutas agrícolas, desde entonces, han recibido numerosos campeonatos nacionales y formado al ciclista de descenso más condecorado de Sudamérica, Marcelo Gutiérrez. En 2018, la ciudad albergó una de las fechas del Enduro World Series, un evento que comenzó con un descenso urbano a alta velocidad por las calles y callejones de Manizales.

Los senderos de Manizales también han sido la cuna de muchas compañías de turismo en mountain bike (como Kumanday Adventures, cofundada por nuestro guía Juan Diego Giraldo Gómez) que llevan turistas en bicicleta por la ciudad y por los caminos de tierra en las laderas que conducen a áreas más lejanas en la montaña. Hoy, una buena cantidad de ciclistas pasa por los pueblos y fincas más alejados. A muchos de estos sitios no se puede llegar en automóvil, de modo que los locales han comenzado a alimentar a los turistas. “Yo llamo a todo esto la nueva economía de la bicicleta”, nos dice Simón Arias Lasso, nuestro segundo guía para las regiones más bajas de los cafetales. “La gente instala puestos los fines de semana para ofrecer jugo de naranja, almuerzos y café”.

Un viejo letrero aparece entre la vegetación en una plantación de caña de azúcar, evidencia de una carrera de mountain bike que se llevó a cabo en la zona hace años. Ahora, el camino es frecuentado principalmente por campesinos y ocasionalmente por mountain bikers que buscan una ruta más salvaje. Fotografía: Sofía Jaramillo

Hacemos una parada rápida para tomar café y comer algunos bocadillos de guayaba (bocados energéticos hechos de pasta de guayaba) en una tienda al costado del camino en el pueblo de Neira. Luego, seguimos ruta por un área residencial hasta que encontramos un desvío en bajada. Estos caminos empinados de tierra son vías de transporte entre las fincas y los pueblos, así que no era de sorprenderse que estuviera bloqueado por dos caballos.

“Solo no pasen demasiado cerca y estarán bien”, nos dijo Simón mientras pasábamos por el lado de los caballos, quienes ni siquiera se percataron de nuestra presencia.

Rápidamente el sendero se enangostó hasta volverse un singletrack, dividido por un gran surco producto de las últimas lluvias, justo antes de cruzar una combinación de plantaciones de caña de azúcar y café. A medida que ingresábamos en los campos de caña de azúcar, empezamos a escuchar un sonido distante, pero rítmico, bum, hiss, clac. Sin previo aviso, una invasión de perros apareció de la nada, aullando, ladrando y tirando tarascones a nuestros tobillos. Gritamos, gruñimos y tratamos de mantener nuestras piernas lejos de su alcance mientras pedaleábamos.

El bum, hiss, clac aumentaba su volumen mientras más nos acercábamos a las cañas de azúcar, hasta que finalmente pudimos saber de dónde venía. Dentro de dos modestos edificios de concreto, un grupo de hombres preparaba panela, un tipo de azúcar no refinada hecha de jugo de caña de azúcar hervido que en Colombia se usa para endulzar el café.

El grupo descubre que hacer panela es un trabajo duro al toparse con una pequeña fábrica en mitad del campo de caña de azúcar. Los colombianos consumen tanta panela como para mantener 20.000 instalaciones similares alrededor del país. El dueño de esta pequeña fábrica, don Óscar, la ha comercializado por 40 años y le ha traspasado sus conocimientos a su hijo, Óscar Jr. (de blanco).

Don Óscar, el propietario de la producción, está sentado en una silla junto al burbujeante azúcar de caña, con una horquilla en cada mano y un cigarro en la boca. Este ha sido su trabajo durante 40 años y mientras tiraba cáscara seca a un fuego debajo de la caldera hirviente, nos dijo que los trabajadores en la finca toman café con panela porque necesitan energía para la jornada laboral. Otro trabajador nos cuenta que la panela se usa para endulzar el café, porque todos los granos de buena calidad se mandan fuera del país y ellos se quedan con los más amargos y malos para el mercado local. La brecha entre cultivar café y tomar café es ancha.

Antes de irnos, el hijo de Óscar, Óscar Jr., nos entrega cuatro paquetes de panela fresca y nos dice que volvamos cuando queramos. Mientras nos subíamos a las bicicletas, alguien dijo que este era el trabajo más duro que había visto. Respondimos con el silencio, el vapor de la panela caliente en las mochilas y el rítmico bum, hiss, clac nos siguen hacia a la selva.

La panela se usa generalmente para hacer un café dulce que llaman café campesino. Esta preparación es como casi siempre se toma el café en el campo colombiano. Óscar Jr. (a la izquierda) revuelve el burbujeante jugo de caña; cuando espesa, se le da forma de ladrillo y se lo deja enfriar (a la derecha). Fotografía: Alex Yoder

Después de otro descenso que parece no terminar nunca llegamos a un nuevo ejemplo de la “nueva economía de la bicicleta” que mencionaba Simón, una pequeña casa con un cartel que anuncia snacks a la venta. Una abuela y una niña pequeña asoman la cabeza por la ventana. ¿Qué queremos? Refrescos, galletas y cigarrillos, por favor.

La abuela sale con el paquete de nuestro pedido. Su nombre es doña Socorro Marín y vive en la zona desde hace algunas décadas. A medida que más y más ciclistas comenzaron a usar esta ruta, ella empezó a instalar su puesto para venderle a la gente que pasaba. Jura que nos ha visto antes y nos pregunta cuándo volveremos. Le respondemos que ojalá pronto. Nos dice que tengamos cuidado con los perros.

Olvídate de la ruta menos montada. La mejor ruta es la que usan los locales.

Colombia es hogar de una gran variedad de frutas tropicales, la que sirve para apaciguar la sed a la orilla del camino. Simón (al centro), Emilé (a la izquierda) y Lucas (a la derecha) se detienen por guayabas a las afueras de Manizales.

La Esperanza es la última finca que visitamos y es, además, un modelo para lo que sería un futuro cafetero sustentable. A la distancia, la propiedad de 20 hectáreas parece una selva tupida, pero bajo la mayoría de los árboles hay plantas de café creciendo a su alero. “Como gallinas que protegen a sus pollos”, explica don Hernán Pérez, propietario de La Esperanza.

Hernán es alto y desgarbado, con ojos amables y manos grandes que usa para gesticular mientras habla. Hernán comenzó la transición hacia una operación completamente regenerativa hace diez años, usando prácticas de cultivo que priorizan la salud del suelo y el agua, atrapando así más carbono que el cultivo de café convencional. Es el tipo de café que Alex quiere vender en Overview y que además logrará mejores ventas en el mercado internacional a través de minoristas de alta gama. “Filosofía y economía aquí se entrelazan”, nos dice Hernán, “filosofía porque queremos ser ecológicos y economía porque tenemos que pagar las cuentas”.

Don Hernán Pérez (a la izquierda) le muestra a Alex (a la derecha) La Esperanza, le señala los arbustos de café bajo la sombra de los árboles, “como gallinas que protegen sus pollos”, dice. Chocolate, el crestado rodesiano de Hernán, viene más atrás.

El suegro de Hernán nunca cortó un solo árbol en la propiedad para así poder cultivar variedades de café a la sombra, lo que ayudó con la transición de la granja a una operación regenerativa. Pero los primeros años fueron de todas formas muy difíciles, porque las plantas producían menos granos, como si tuvieran abstinencia de los herbicidas y fertilizantes químicos. Ahora que las cosas se han estabilizado, y a medida que más diversidad llega a la propiedad, los depredadores naturales del gorgojo del café han eliminado la plaga sin necesidad de químicos. “Si solo tuviéramos café, el hábitat solo sería adecuado para los bichos que viven con el café o del café, por eso aparecen las plagas”, nos cuenta. “Pero en un bosque natural, no encuentras muchas plantas enfermas, porque hay un equilibrio”.

Hernán está enfocado ahora en cultivar de manera silvestre. “La propiedad está tan sana, que hasta los duendes han regresado”, nos dice medio en broma y agrega que a las criaturas mágicas del bosque tampoco les gustan los pesticidas.

La finca de café de Hernán, La Esperanza, es un ejemplo vivo y floreciente de las posibilidades de la agricultura Orgánica Regenerativa: el café a la sombra, sin químicos, en una finca preparada para soportar las alzas en las temperaturas. Fotografía: Sofía Jaramillo

Esta selva diversa, con un ejército de criaturas listas para luchar contra las plagas y árboles que dan sombra a las plantas de café, ayudará a preparar la finca para los futuros desafíos del cambio climático. Sin embargo, aunque Hernán quisiera que todos los cafeteros pudieran hacer lo que él hace, admite que no es fácil. Manejar la economía es difícil, porque los ingresos bajan los primeros años. Ahora que el cambio está hecho en esta finca, Hernán intenta vender su café, bajo el nombre de Café Don Gabriel, directamente a los minoristas de alta gama como Overview, que pagan más, pero eso necesita de conexiones con variados mercados que muchos cafeteros rurales no tienen. Para muchos agricultores, la diferencia entre la producción convencional y la regenerativa es tan grande que la transición requeriría enormes sumas para el financiamiento y además apoyo técnico.

Y es aquí donde yace la debilidad de la adaptación: Prepararse para el cambio climático requiere darse el lujo de mirar más allá de los problemas inmediatos, hacia 10, 20 o 30 años en el futuro.

Cuando nos vamos, Hernán nos dice que nos aseguremos de pedirle permiso a los duendes cuando pasemos con nuestras bicicletas por la selva o se nos puede pinchar una rueda.

Además de ser un profesional del snowboard y activista, Alex es también emprendedor. En 2018, fundó Overview Coffee para apoyar a los pequeños productores de café a transicionar sus fincas hacia la agricultura Orgánica Regenerativa, lo que les generará más ganancias en el mercado internacional.

Nuestro último día sobre ruedas fue difícil. Viajamos desde La Esperanza por caminos de tierra y concreto hasta Maracaibo, donde está el rancho ganadero de la familia de Sofía. Durante la semana que pasamos pedaleando por las zonas más lluviosas del planeta, solo usamos nuestras chamarras de lluvia una vez. “Mi tío dice que no habían tenido una semana tan seca en seis meses”, nos comenta Sofia, “creo que mi abuela nos estaba cuidando y se aseguró de que no nos empapáramos”.

Mientras pedaleamos vemos cómo la selva comienza a abrirse. Vides cuelgan de las ramas, el follaje de los árboles se abre a un cielo azul y la sensación de sudor, tierra, trabajo y bichos se difumina y transforma en la imagen de una producción cafetera que ninguno de nosotros vio al inicio de este viaje. En cada taza hay una tensión entre el romance (aromas deliciosos, hojas verdes y frondosas, picaflores revoloteando e incluso duendes de la selva) y lo crudo de la difícil vida de los agricultores cafeteros, las plagas invasivas que se devoran las plantas y una vida completa ocupada por un ciclo de trabajo duro.

A medida que avanzábamos vimos a alguien a la orilla del camino que nos saludaba con la mano. Era Ramiro, con una sonrisa tan amplia como siempre y un kilo de granos verdes sin tostar que le dio a Alex. A su vez, Alex le llevó el saco a su tostador de café en Jackson Hole para ver si podía crear un producto que tuviera la capacidad de transformar los dólares estadounidenses en un ingreso directo y significativo para un cafetero como Ramiro.

“Regresen en la temporada de cosecha”, nos dice Ramiro, “¡e inviten a más personas!”

Nota del editor: todas las opiniones vertidas aquí son del autor y no representan a ningún empleador u otra organización.

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Perfil de autor

Lucas Isakowitz

Lucas Isakowitz es un escritor y lector con base en Jackson, Wyoming. Tiene una maestría en planificación Ambiental de la universidad de Yale y trabaja en política climática internacional. Le gusta comer el corazón de las manzanas con la esperanza de, algún día, convertirse en un caballo.